En esto de andar leyendo y recomendando libros por las escuelas, muchas veces me he encontrado con un cuestionamiento de parte de los padres por alguna “mala palabra” que se atrevía a inmiscuirse en un texto.
Digo “mala palabra” porque es un término que entendemos todos cuando nos referimos a cierto vocabulario, pero ya sabemos que las palabras no son buenas ni malas en sí mismas.
Y sí, es cierto, están en los libros. No incluyo a los libros para los más pequeños, sino los que están destinados a lectores a partir de los nueve o diez años en adelante.
El caso es que en la literatura además del escritor hablan los personajes, quienes tienen vida propia dentro de un cuento o novela. Si el vocabulario de un personaje está despegado de su realidad no será creíble, difícilmente un ladrón diga ¡recórcholis! , y si este ladrón además es argentino, probablemente diga “¡rajemos, ahí viene la cana!” en lugar de “¡huyamos, viene la policía!”.
De igual manera las historias en las que dialogan adolescentes están teñidas de sus expresiones, paralelamente, las palabras del narrador van dando calidad literaria al texto en su conjunto, pero cuando aparece el diálogo el personaje es quien se expresa. Esto hace que el lector se meta en la historia y pueda vivenciar la trama como algo que realmente les está sucediendo a esos personajes y que se encariñe con algunos y deteste a otros.
No se trata de fomentar expresiones groseras a través de los libros, incluso, sinceramente, éstas no son frecuentes en la literatura infanto -juvenil. Cuando aparecen es porque la construcción del personaje así lo amerita frente a un evento determinado.
Las malas palabras que están en vocabulario de nuestros niños no son sacadas de los libros.
La habituación al lenguaje soez viene de su transitar por esta sociedad y principalmente de la televisión.
Antes, los términos desvergonzados se escuchaban en la calle, mientras que los medios de comunicación trataban de mantener un lenguaje más cuidado. Hoy en día un niño escucha al conductor del programa deportivo diciendo palabras que su mamá no le deja decir a él, se ríen juntos de alguna pelea mediática con expresiones que no alcanzan a taparse con un “piiiip”, o la novela o el show de la noche, entre otras cosas, le muestran que la gente grande habla así, con naturalidad y nadie se espanta y dice: “¡qué barbaridad!”
Como ando siempre entre chicos, he escuchado muchas palabrotas que me han dejado boquiabierta, ante un gol en contra en un recreo, ante una pulserita que se rompió sin querer, ante alguien que se tropezó; pero nunca tuve una mala reacción de parte de un niño cuando le dije “no está bueno hablar así”, corrigiéndolo con amabilidad y sin avergonzarlo frente a los otros.
Observándolos veo que no coincide la manera inocente en la que disfrutan de un cuento con la forma en la que a veces hablan, y como siempre, se me da por preguntar por qué lo hacen.
─Ay seño…ya somos grandes, hay cosas que podemos decir.
─Y bueno, todos lo dicen.
─¿Por qué los grandes si pueden y nosotros no?
─Es una manera de hablar nomás, igual que los grandes ¿no?
A veces los adultos por estar tan acostumbrados a nuestro cuerpo humano nos olvidamos que además somos espejos vivientes y que los niños son nuestro reflejo.