Vivimos conectados a las pantallas de todo tipo: de la computadora, del televisor, pero principalmente, del celular.
La gran mayoría estamos pendientes de las redes sociales que nos atrapan y que con sus mecanismos satisfactorios, generan en nosotros una sensación de ser queridos, aceptados y celebrados por muchas personas simultáneamente. Pero tal como nos alertaba Zygmunt Bauman, esto es sólo un engaño (gran parte de los likes que recibimos son un apoyo efímero que crean la ilusión de afecto o de agrado, por parte de otros), porque incluso las redes pueden ser muy serviles a nuestros intereses y gustos, dado que nos permiten compartir aquello que nos gusta y que no nos gusta con quienes acuerdan con nuestras ideas. De ese modo, las redes nos ahorran el disgusto de disentir con otros que piensan diferente; ese otro se convierte en el enemigo a defenestrar. Entonces, el diálogo con ese otro distinto, que se produce necesariamente muchas veces hasta por obligación en la vida diaria, se produce poco y nada en la virtualidad. Y si el debate en redes sucede, lo más probable es que sea con prevalencia de violencia discursiva y simbólica, que muchas veces opaca o interrumpe la posibilidad de un intercambio rico. Se me viene a la mente la discusión entre celestes y verdes en torno a la posibilidad del aborto gratuito, legal y seguro en nuestro país, la de la implementación de la Educación Sexual Integral (ESI) en escuelas, o el eterno e irreconciliable desacuerdo entre kirchneristas duros y anti- kirchneristas sobre distintos temas, entre otros.
Es cierto que, de un tiempo a esta parte, somos marcadamente binarios y literales, parecemos desconocer los grises de las situaciones más complejas, teniendo que optar por el blanco o por el negro, y quizás, una de las cuestiones más peligrosas, es que olvidamos e ignoramos la multiplicidad de sentidos que puede tener algo, el contexto y las condiciones de recepción de cada mensaje que circula, intentando imponerse. Si esto nos sucede en la vida real, lo virtual no hará más que reproducir esa forma de vinculación con los discursos y sus ideas, con las personas, y claro está, sólo que con menos compromiso y menor empatía por el otro. Total, estoy frente a la pantalla y no tengo que verlo cara a cara, confrontarlo y defender mi postura con la mayor civilidad posible. No es necesario.
En las redes, opinamos de lo que sea, nos indignamos, izamos y flameamos banderas revolucionarias a través de nuestra “militancia de sofá”, porque si herimos con nuestras palabras a alguien o ese alguien lo hace con nosotros, es fácil: eliminamos de la red a ese amigo virtual que por ahí conocemos o por ahí no, pero como no nos encontramos siempre con él o ella, bueno, no importa. Pero la vida es otra cosa, y no podemos eliminar con un simple click a aquel con el que disentimos, con el que tenemos diferencias. Otro engaño. Vuelvo a recordar las palabras de Bauman y a pesar del pesimismo que algunos le endilgan, pienso que es una lectura crítica de la realidad muy necesaria, del devenir cotidiano, el concreto y el virtual, que nos atraviesa y nos constituye como sujetos individuales y sociales.
¿Cómo piensan sería el mundo, si como plantea uno de los capítulos de la serie “Black mirror”, pudiéramos bloquear a las personas en un abrir y cerrar de ojos, si éstas no nos convienen? Una distopía extrema, sí ¿Pero cuán lejos estamos de esa situación imaginaria que en principios pareciera tan oscura e irrealizable?
Lo cierto es que lo que sucede en las redes sociales no es del todo virtual, y si bien es cierto que mostramos una versión mejorada de la persona que somos, -algunos se esfuerzan y se dedican un poco más que otros a crear esta imagen- esto ha sido comprobado en algunos estudios sobre el tema, lo que hacemos y decimos en ellas tienen consecuencias directas en la vida real. Si no, no habría casos de suicidios después de cyberbullyng y acoso en las escuelas, los chicos no serían engañados por pedófilos que se hacen pasar por pares para luego concertar un encuentro cara a cara con ellos, o simplemente los jóvenes o adultos no nos sentiríamos tan bien o mal con la gente luego de interacciones de distinta naturaleza en las redes.
Sin embargo, quizás lo más nocivo de ellas y nuestra adicción a sus likes, tenga que ver con que restamos tiempo o tal vez calidad a las relaciones reales que estamos teniendo con nuestras parejas, hijos, madres, padres, amigos y familiares, por estar pendientes de esa gran vidriera que nos convoca, nos seduce y nos invita a formar parte del día a día virtual de muchísimas personas que de otro modo, no nos registrarían.
Y para que ésta no sea sólo una invitación a reflexionar sobre los puntos en contra de las redes, diré que son buenas para transmitir nuestras ideas a mucha gente al mismo tiempo, para organizarnos y producir en lo social-real, eventos que beneficien a quienes participan. Recordemos que las redes sociales han sido el canal para organizar a grandes grupos de personas en pos de una causa justa o solidaria.
Entonces, ¿qué hacemos si estamos imbuidos en esa adicción a las redes, a la tecnología? Habría que pensar en qué medida afecta esto al normal funcionamiento de nuestras vidas ¿Nos vamos de las redes para evitar sus posibles efectos perversos?, ¿Reflexionamos sobre nuestras prácticas, la forma en que nos vinculamos, cómo las usamos, cómo las usan nuestros hijos y tratamos de ejercer cierto control sobre ese tema?
El fin de semana pasado, en el programa de TV de Mirtha Legrand, la gran diva de la pantalla catódica nacional reconoció enviar mensajes de Whatsapp a las 4 o 5 de la mañana, y Juan José Campanella, reconocido cineasta y además un activista social notable, quien se compromete con su acciones vinculadas a promover la educación en los jóvenes, también admitió que es capaz de twittear a esa hora.
Sin dudas, la tecnofilia es parte de nuestras vidas, las redes sociales nos atraviesan tanto, que no podemos escapar de ellas. Somos a través de ellas también, porque nos posibilitan un alcance y una sensación de desahogo y catarsis, pocas veces experimentada.
Tal vez el quid de la cuestión esté en el equilibrio. Resistirse a formar parte de las prácticas dominantes podría ser una opción. Siempre que se huye de algo que se considera nocivo, empiezan a aparecer los beneficios. El tema es cuánto de perjudicial y cuánto de beneficioso tienen estas prácticas, para poner en la balanza. Pareciera, una vez más, que todo dependería de cómo abordamos nosotros nuestra forma de “estar” en ellas. Pero lamentablemente, como en la vida misma, esto no depende cien por ciento de uno mismo, ¿o no?