Hace unos días, volvíamos a casa caminando con mi hijo, yo iba pensativa, mi mente estaba en otro cosa, él me sorprende y me interpela:
–Mamá ¿Qué poder tenés vos?
Casi sin pensar demasiado en lo que estaba diciendo, le respondo:
-El poder de la maternidad.
– Ah, y eso ¿qué hace?
Ahí entendí lo absurdo de la idea, intentar sintetizar en una o dos palabras lo que era maternidad para mí. Por suerte era mi hijo, y una simple respuesta, le bastó:
-Ser tu mamá.
Él me miró y asintió con la cabeza, como si la respuesta hubiera sido de lo más contundente, y no pudiera ser cuestionada. Pero la que quedó con ganas de una respuesta más profunda fui yo.
Hace más de cinco años que nos vimos por primera vez, y confieso que algunas imágenes se vienen borrosas, como si hubiese pasado ya mucho tiempo.
Supongo que será porque lo que más extraño me resultó de esos primeros instantes luego del nacimiento, fue la percepción del tiempo. Dejé de medirlo como habitualmente lo hacía, para medirlo en tomas, cambios de pañal, cantidad de sueño acumulado, días sin poder ir a tomar un baño, llantos, cólicos y cantidad de horas que faltaban para dejar de estar a solas con mi bebé.
Un tiempo que oscilaba en intentos de dormirlo para descansar un rato, y una vez que lo lograba, en intentos de avanzar con alguna de las miles de tareas que había acumulado. Para sólo acumular más cansancio.
El inicio de mi maternidad fue un caos. De esos que generan cosas maravillosas, pero te mueven todas las estructuras. El caos de a poco vislumbró su nueva forma, siempre inestable, siempre al límite. Pero trajo con el tiempo un gran hallazgo: descubrí que no tenía superpoderes; no era una super mujer que todo lo podía. Y también descubrí, que era capaz de cosas antes impensadas. Creo haber sentido que mi piel se daba vuelta y mostraba su reverso. Creo haber encontrado sensaciones antes inaccesibles. Y sobre todo creo que la maternidad, me dio el poder de enfrentarme a mí misma.
Enfrentarme a mí misma, me llevó en primer instancia dejar atrás ideas y preconceptos que me había formado sobre el rol de ser madre. Y también fui dejando la idea de hijo ideal, para poder conocer paso a paso, al niño real. Con todas sus faces: sus abrazos, sus berrinches, sus gustos y apatías. Sus potencias y debilidades. Sus preguntas, sus puntos de vista; su valentía y fortaleza, muchas veces superior a la mía.
Y así fui perdiendo en el camino varias capas para conectarme con mi autenticidad y desde allí construir lazos entre ambos. Fui dejando el arquetipo de «ser madre», para descubrir mi nuevo poder: poder ser mamá de Nicanor.